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El espejo de plata

 

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Yao Sheng Shakya

 

Queridos amigos,

¿Vieron lo que pasa cuando están en un cuarto bien iluminado y miran por la ventana hacia la calle? ¡Pueden ver todo! Si se dan vuelta, pueden ver a la gente, las cosas, los colores del cuarto en el que están y también a los que pasan por la calle, los árboles, las casas…

Pero… ¿y si de pronto afuera oscurece? Al estar frente a la ventana ¡sólo podés ver tu reflejo en el vidrio!

La luna, con su luz azulada, argéntea, no tiene luz propia: refleja la luz del Sol. De la misma manera, las personas reflejan las enseñanzas que reciben. Los budistas llamamos a las enseñanzas de Buda “el Dharma” y las consideramos como un Sol que enriquece e ilumina nuestras vidas. Estas enseñanzas nos enseñan a respetar a los otros, a ser amable, a ser felices haciendo lo que es correcto y lo que hace feliz a los demás.

Si las practicamos con sinceridad, entonces, cuando la noche llegue a nuestras vidas, aún podremos ver a la luz de la Luna, el reflejo del Sol del Dharma. Podremos ver las soluciones a nuestros problemas. Podremos ver cómo estas respuestas que encontramos cambian nuestras vidas, las de nuestra familia, nuestros amigos y nuestra comunidad.

Pero cuando abandonamos el Camino, y sólo pensamos en nosotros mismos… mantenemos nuestra luz confinada a un pequeño espacio solitario. Entonces, la luna refulgente se habrá desvanecido y, a través de la ventana, sólo veremos la oscuridad del mundo y nada más que nuestro pálido reflejo en el cristal.

Una vieja historia ilustra lo que quiero decir…

Había una vez en China, un vendedor de frutas y verduras que era muy querido y respetado por su familia, sus amigos, e incluso sus clientes. En tiempos difíciles, rebajaba los precios a los que más lo necesitaban, o si alguien no podía acercarse a su comercio, él les llevaba lo que necesitaban a su hogar. Siempre estaba dispuesto a donar parte de su ganancia a una buena causa y ayudar con los animales que se perdían en el barrio, perros y gatos que anunciaba con pequeños carteles. Su vida de servicio era simple y esforzada, pero lo llenaba de felicidad por completo.

Pero un día, algo cambió. Incluso las personas más buenas pueden perder el Camino alguna vez… y así sucedió que este buen hombre comenzó a resentirse. Al encontrarse con una persona a la que había ayudado, se dio cuenta de que su abrigo ¡era más caro y de mayor calidad que su propio abrigo! Enojado, se decía “¡los pobres a los que ayudo viven mejor que yo!” Así que nunca más ofreció rebajas a nadie. Tiempo después, el dinero que ofrecía todos los meses como gesto de caridad no fue invertido como él había sugerido, así que, contrariado, dejó de hacerlo. En otra oportunidad, cuando su propio gato se perdió, lo buscó y lo buscó, pero los otros comercios no publicaban los anuncios que él solía hacer. Disgustado con la gente de su vecindad, dejó de publicar los avisos de las mascotas perdidas. Aún más, publicó en su negocio un cartel indicando que cualquiera que trajese a su querida mascota sería recompensado. Pero cuando una mujer se acercó con el animal, la acusó a los gritos de haberlo robado para cobrar la recompensa y la echó a la calle. Pronto, todo se volvió una amargura sin límites. A medida que el amor que lo animaba lo fue dejando, contrató a unos matones para que recobraran cada deuda, grande o pequeña que tenía. En un corto tiempo, su buen nombre dejó de existir. Nadie venía ya a su negocio, menos aún con una sonrisa o un gesto de gratitud. Sus problemas empezaron a apilarse, uno arriba de otro… cómo tienen la costumbre de apilarse los problemas en el mundo material, al que los Budistas llamamos “sámsara”.
Y así, su naturaleza cordial y amistosa se convirtió de a poco en una personalidad oscura, sostenida por la ambición, el orgullo y el rencor que rezumaba constantemente bajo la forma de incontrolables ataques de ira. Ya no sabía lo que era ver la amistad en los ojos de los otros. Más aún, la gente se cruzaba de vereda para no tener que estar en su presencia.

Pero un día, en un iluminado momento, un rayo de Sol atravesó su corazón endurecido por el odio y el aislamiento… “¿Qué es lo que me pasa? ¿Dónde está el cariño que mis amigos y mi familia me profesaban?” se preguntaba. Y así, angustiado al ver por un instante la imagen dolorosa de lo que se había convertido fue a ver a un viejo maestro Zen. “Tal vez, este hombre sabio me pueda decir que es lo que me pasa”.

Luego de presentarse, el maestro pidió amablemente al hombre que lo acompañara hasta la ventana:

–     Mire y dígame que ve

–     Veo la calle vacía, y el parque. Pronto empezará a atardecer. Algunas personas vuelven de su trabajo a sus casas…

–     Ahora, mire aquí y dígame que ve

En este punto el sacerdote alcanzó un espejo al hombre

–    Sólo veo mi reflejo… y nada más

Dijo con algo de pesar el hombre. El maestro hizo una pausa y mirando fijamente a su huésped le dijo:

–    La ventana que te permitía ver el mundo y el espejo están hechas del mismo cristal. La diferencia es que una está limpia y pura permitiéndote ver cada cosa como es, en cambio, en el espejo, el cristal está recubierto con una fina capa de plata… y en esa plata sólo puedes ver tu rostro. Y es así cómo en el mundo material nuestras ambiciones y deseos no son algo intrínsecamente malo, salvo cuando, como la plata en el espejo, obstruyen nuestra visión y nos privan de la vista del mundo y de los otros.

 

Photo credit: Wallconvert.com
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